Me gustaría llegar a realizar una reflexión mesurada sobre la asignatura Educación para la ciudadanía. Envueltos en la polémica, mientras unos medios proclaman la necesidad de una ética común para nuestra sociedad plural, otros aducen que se está entrando en la privacidad de la familia y adoctrinando en una moral cívica. Bueno, no es poco que mantengamos en común algunos puntos. Aunque esos puntos comunes ya se encontraban en vigor con los temas transversales.
Lo cierto es que esta sociedad globalizada, plural, multicultural, está dando lugar a una juventud violenta, hedonista, “niños burbuja”, “chicos danone”. No es un fenómeno que suceda exclusivamente en nuestro país. La violencia en los centros escolares se propaga como ráfaga de pólvora. Un día nos hablan de Inglaterra y al otro de Francia. En este último país se quiere imponer “el usted” para tratar al profesor. En España el defensor del pueblo, Enrique Múgica, propone lo mismo que en Francia. Reforzar la autoridad del profesorado que ya no puede controlar ni a los niños de primaria.
De algún modo desde diferentes corrientes de pensamiento se converge en la necesidad de educar en valores. Aquella antigua urbanidad de los libros de nuestros mayores quiere volver a recuperarse, porque en ella existía un código de lo correcto e incorrecto. Algo que es necesario delimitar cuando todavía no se tienen referentes propios. Desde esa raíz surge el respeto al otro, no sólo al diferente en su etnia o credo, sino al contrario al que no piensa como igual. Tras algunas décadas educando en el diálogo y la permisividad, han salido unos jóvenes solidarios, tolerantes, y al mismo tiempo, indolentes y faltos de espíritu de superación.
Pero entre mantener unos valores que están recogidos en la Constitución y en la Declaración de los derechos humanos y en otros tantos acuerdos y Tratados Internacionales y, aleccionar sobre un código moral, hay un abismo. El mismo que existe entre educar considerando el matrimonio un sacramento o sólo una unidad familiar de seres que viven en común. Desde ahí podemos entender que Educación para la ciudadanía no convenza a ningún representante de las religiones que tienen acuerdos con el Estado. Y eso es grave en un Estado aconfesional que no laico, donde hay un compromiso reflejado en la Constitución para permitir educar de acuerdo con la religión que elija cada progenitor.
Creo que la Conferencia Episcopal tiene el deber de manifestar claramente su postura, que no se opone a una educación en valores, pero sí a un adoctrinamiento del Estado. Y no es sólo la Conferencia Episcopal, también los protestantes y no quiero pensar cómo lo pueden ver los musulmanes o los judíos. Llegamos por tanto a la disyuntiva de que el papá Estado quiere imponer un código moral ciudadano. Y esto empieza a sonar tan volteriano como en la época de Robespierre.
Así que tenemos unos ciudadanos que se asocian en contra de la asignatura y unos supuestos “cristianos por el socialismo” que van pidiendo firmas en el portal Atrio, a favor de la polémica Educación para la Ciudadanía. No sé que piensan pero o esto termina en sufragio o no termina.
Lo cierto es que esta sociedad globalizada, plural, multicultural, está dando lugar a una juventud violenta, hedonista, “niños burbuja”, “chicos danone”. No es un fenómeno que suceda exclusivamente en nuestro país. La violencia en los centros escolares se propaga como ráfaga de pólvora. Un día nos hablan de Inglaterra y al otro de Francia. En este último país se quiere imponer “el usted” para tratar al profesor. En España el defensor del pueblo, Enrique Múgica, propone lo mismo que en Francia. Reforzar la autoridad del profesorado que ya no puede controlar ni a los niños de primaria.
De algún modo desde diferentes corrientes de pensamiento se converge en la necesidad de educar en valores. Aquella antigua urbanidad de los libros de nuestros mayores quiere volver a recuperarse, porque en ella existía un código de lo correcto e incorrecto. Algo que es necesario delimitar cuando todavía no se tienen referentes propios. Desde esa raíz surge el respeto al otro, no sólo al diferente en su etnia o credo, sino al contrario al que no piensa como igual. Tras algunas décadas educando en el diálogo y la permisividad, han salido unos jóvenes solidarios, tolerantes, y al mismo tiempo, indolentes y faltos de espíritu de superación.
Pero entre mantener unos valores que están recogidos en la Constitución y en la Declaración de los derechos humanos y en otros tantos acuerdos y Tratados Internacionales y, aleccionar sobre un código moral, hay un abismo. El mismo que existe entre educar considerando el matrimonio un sacramento o sólo una unidad familiar de seres que viven en común. Desde ahí podemos entender que Educación para la ciudadanía no convenza a ningún representante de las religiones que tienen acuerdos con el Estado. Y eso es grave en un Estado aconfesional que no laico, donde hay un compromiso reflejado en la Constitución para permitir educar de acuerdo con la religión que elija cada progenitor.
Creo que la Conferencia Episcopal tiene el deber de manifestar claramente su postura, que no se opone a una educación en valores, pero sí a un adoctrinamiento del Estado. Y no es sólo la Conferencia Episcopal, también los protestantes y no quiero pensar cómo lo pueden ver los musulmanes o los judíos. Llegamos por tanto a la disyuntiva de que el papá Estado quiere imponer un código moral ciudadano. Y esto empieza a sonar tan volteriano como en la época de Robespierre.
Así que tenemos unos ciudadanos que se asocian en contra de la asignatura y unos supuestos “cristianos por el socialismo” que van pidiendo firmas en el portal Atrio, a favor de la polémica Educación para la Ciudadanía. No sé que piensan pero o esto termina en sufragio o no termina.